PRIMER TIEMPO.
PRIMAVERA DE 1971. SENARALL.
La chimenea de la fabricona escupía humo sin parar, con su eterna llama dibujaba caricias de
nubes blancas, que volaban y se despeinaban al compás de un baile bajo el cielo.
Nada más abrir sus ojos, una inequívoca sonrisa de ilusión se dibujó en su cara. Se vistió rápido;
la camiseta y las botas de su equipo de fútbol, y los pantalones largos, negros y un poco
acampanados heredados de su hermano, que le quedaban un poco grandes, pero le daban un
aspecto más serio.
Entró en la cocina, besó a su madre y la olió, como hacía siempre.
—Pareces un perro Tinín— le dijo ella.
Se sentó a desayunar como era su costumbre, un gran tazón de leche con Cola-cao y sus galletas
Chiquilín, dejando en la cocina un efímero aroma a canela.
Estaba nervioso, sus piernas no dejaban de moverse al ritmo de la música que sonaba en esa
radio siempre encendida. Las señales horarias dieron las diez de la mañana, y la emisora local
empezó a dar detalles de cómo iban llegando al pueblo, miles y miles de personas venidas de
todas partes, para ver en vivo y en directo el espectáculo.
—Me voy—le dijo Tinín con impaciencia a su madre.
—Ten mucho cuidado, no te separes de tu hermano ¿entendido?— añadió la madre. Tinín cogió su balón de cuero rojo y lo votó tres veces, como hacia siempre.
—Ten mucho cuidado, no te separes de tu hermano ¿entendido?— añadió la madre. Tinín cogió su balón de cuero rojo y lo votó tres veces, como hacia siempre.
Su hermano Jesús, era un par de años mayor que Tinín, corpulento y tranquilo en movimientos.
Como buen portero de fútbol estaba acostumbrado a mirar la vida desde lejos, siempre cobijado
bajo esos tres palos y en esa portería imaginaria esperaba a...